AGITADORAS

PORTADA

AGITANDO

CONTACTO

NOSOTROS

     

ISSN 1989-4163

NUMERO 01 - ABRIL 2009

El Rostro que le Salió al Encuentro

Ángela Mallén

Tengo una amiga trabajando de camarera en el área de servicios de una autopista suiza. Se llama Adelaida Berthod, porque estuvo casada con un chico de Lausanne y todavía no le han arreglado los papeles del divorcio. Desde que trabaja en la cafetería tiene que levantarse al alba, ya que está al cargo de los desayunos. Los viajeros son madrugadores, y los suizos, aún más. Mi amiga no se queja. Dice que la miman, gana bien y encima aprende idiomas. Fue en su vida privada donde le surgió la complicación (no sé si ésta será la palabra).

La cosa empezó en el mes de noviembre, a mediados. Ese día, viernes, iba a ser de mucho trajín porque comenzaba el puente de San Alberto. La noche antes se había puesto el despertador para las cinco menos cuarto, así iría holgada de tiempo. Durmió divinamente, arrullada por el armonioso compás de su vida metódica. Pero en cuanto sonó la alarma y abrió los ojos, advirtió que su existencia había dado un vuelco.

El silencio era el mismo que envolvía su sueño. Por las cortinas entreabiertas se colaba la luz mortecina propia de los amaneceres centroeuropeos: una nebulosidad que invita a repetir los hábitos seguros y disuade de acometer experimentos vitales. Y en medio de aquella penumbra, por tenue que fuera, pudo mi amiga distinguir (lóbregamente) lo que le había salido al encuentro.

Era el rostro de un desconocido. Se hallaba colgado en el aire, delante de sus ojos, al estilo de los murciélagos, como dando la impresión de que el cuerpo se había quedado en el piso de arriba. La estaba mirando fija y estúpidamente y le expelía un aliento acompasado. Un principio de cuello que podría haber sido esbelto, se difuminaba y desaparecía antes de llegar a donde deberían haber estado los hombros. Como por ese lado no había nada que ver, mi amiga se centró en el pelo: castaño, abundante y repeinado como si acabara de ducharse; y luego le echó una ojeada a todo el conjunto, por ver si le sonaba de algo. Sin duda era un rostro que ella veía por primera vez.

No es que fuera una cara paranormal, ni lasciva, ni amenazadora. Se trataba de una jeta de lo más corriente (por entendernos de alguna manera), de esas que aparecen y desaparecen, como el jefe de cocina en los restaurantes exclusivos. Pero nunca es agradable que se te encaren sin anunciarse, en un momento inoportuno, sin guardar una distancia personal aceptable ni descubrir las intenciones íntimas. Y encima mostrando la expresión de tedio de quienes se establecen.

Mi amiga sintió el impulso de maldecir y hasta de cruzarle la cara (si se puede decir de este modo). Bien es cierto que no hubiera sido justo llegar a las manos. También sopesó la posibilidad de escabullírsele al desconocido por debajo de su campo de visión.  Pero en aquella zona triangular se ocultaba la incógnita que tal vez ella pudiera desvelar. Y si no quería dejar el asunto a medias, no le quedaba otro remedio que aguardar allí, debajo del rostro.

En esa primera etapa, mi amiga permanecía en un estado de alerta ligera, por si descubría en el rostro algún gesto que revelase si había estado estudiándola durante la noche y hubiera podido averiguar sus ensueños.
 
Es verdad que esa idea la intimidaba. Sin embargo, por mucho que le faltase el resuello y sufriera de intimidación, aguantó el tipo sin bajar la vista. Se entretenía observando la afilada nariz que parecía reptar desde el entrecejo de la cara, los ojos de helio que la tenían a ella entre ceja y ceja y los finos labios que suturaban una antigua sonrisa. Con seguridad se trataba de un rostro impenetrable.

Al tercer día me llamó. (Gracias que aquí en Suiza acostumbran a tener un teléfono en la mesilla). 

Yo iba a diario, en cuanto salía de la tienda de lencería donde estoy trabajando, y le resolvía a mi amiga lo que ella me pidiera, -qué menos-. De comer, preparaba cosas fáciles: una tortillita, una pizza. Le llevaba una palangana para lavarse. Le cambiaba el orinal. La cara que le salió al encuentro no llegué a verla, pero si soy sincera, tampoco miré.
  
El invierno fue pasando, apretado de datos y de lecturas,  al otro lado de esta escena tan simple.  Cuando era de día resonaba el zumbido monótono de las fábricas insonorizadas, el selvofreno del tranvía cada siete minutos, las idas y venidas de los vecinos con sus portazos, risitas y voces desafinadas, el cartero en su bicicleta, yo con mi sigilosa colaboración. Luego llegaba la noche muda suiza.

En una sucesión de filminas para las películas ajenas, transcurrían las mañanas con su luminotecnia, las tardes cada vez más largas y las noches cada vez menos cerradas.  Por el contrario, la cara que le había salido al encuentro a mi amiga no ofrecía mayor información ni parecía dispuesta a interrelacionarse. Así era su talante. Su gama mímica no superaba a la de los locutores del noticiario: si esbozaba una sonrisa, la mirada permanecía lejana y displicente; y si en alguna ocasión se iniciaba en sus comisuras el dibujo del enternecimiento, salía a borrarlo una ojeada plana. 

Lo cierto es que mi amiga es admirable. Nunca le faltó carácter, ni calma, ni tenacidad. No es de esas que miran hacia otro lado. Eso ya se sabía. Otra persona no habría resistido este caso tan atípico de confrontación. Más de una vez había comentado ella que cuando sabes enmendar las carencias de mensajes, diluyes las intenciones malévolas. Tanto es así que en la cara flotante fue calando, con el tiempo, la indulgencia de mi amiga y, sobre todo, su sana curiosidad.

En un momento equis, a la cara empezaron a bailarle los ojos. Se desdibujaba el plieguecito de soberbio desdén y la pánfila mueca de obcecación. Parecía dar señales de haber encontrado respuestas a preguntas que tal vez nunca antes se había formulado. Puede que se le estuvieran contagiando las ganas de saber.

Una tarde en que entré yo a llevarle a mi amiga las primeras fresas del año, escuché en el dormitorio rumores de conversación. Y a partir de esa vez, mi amiga Adelaida y la cara que le había salido al encuentro mantenían todos los días su tertulia. Los temas que tocaran o dejaran de tocar a nadie le interesan.    

Siete meses más tarde, ¡que se dice pronto!, en la noche de San Juan (esta fecha da en qué pensar), estando el cielo todavía cubierto y el tiempo desapacible, el rostro, ondeando, se difuminó por el ecuador celeste, precisamente como hace el sol en el solsticio de verano. (Puede que utilizara como fuerza motriz el movimiento de las constelaciones).
 
De modo que no se supo por donde apareció, pero sí se lo vio irse. Mi amiga me ha confiado que, un segundo antes de su desaparición, notó que la cara se la comía con los ojos. Ella le dijo a la cara que, mirándola, había aprendido a fijarse,  y el rostro reconoció que le debía a mi amiga el haber llegado a ser una cara expresiva.  De lo cual se deduce que tuvieron, después de todo, su relación y, en consecuencia, una despedida melancólica.

Después de aquello, mi amiga continúa de camarera en la cafetería de la autopista suiza. Allí la estaban esperando con alegría (los suizos son muy fieles). Y ella ha vuelto a ser la Adelaida que conocemos de siempre: una mujer de una sola cara. 

A ver cuando la llamo.

 

Es tu Rostro Perturbado
 

@ Agitadoras.com 2009